Eran dos

Eran dos los que desayunaron juntos una mañana con retazos de rocío y destellos color naranja. Una mañana que proveía de cafeína que mantenía, junto con el amor, los párpados bien abiertos y cada iris muy vivo. Una mañana con sabor a miel maple y mantequilla con acento de labios y juegos de almohadas. Una mañana con espuma y gotas de agua barriendo restos de jabón de poros enamorados.

Eras dos los que corrían en el parque. Eran dos los que se detenían para robarse uno al otro un beso con intervalos de cinco minutos. Dos los que reían y dos los que lloraban.

Era un parque a la orilla del mar; un parque con fuentes. Era el amor el que danzaba entre los chorros de agua, el que husmeaba entre la sombra de los árboles minutos previos al cénit, el que navegaba en la sangre de la gente buena y el que surfeaba las olas del mar, más cercanas que el futuro de ellos y menos ruidosas que sus ganas de vivir.

Ese era un mar pegado al horizonte, a una brisa cálida y al Sol al atardecer. Eran cuarenta dedos entrelazados apenas visibles entre la arena y dos cocteles tibios esperando sobre una toalla. Eran los suspiros de las olas menguando las rocas y los de sus palabras entrecortadas envueltas en aliento salado y acariciando los oídos. Había dos gaviotas suspendidas en el aire, como suspendidos quedaron el tiempo y el espacio.

Era la eternidad de un solo día, la inmensidad de un rincón y la intensidad de un guiño. Eran dos sosteniendo las estrellas hasta el amanecer, justo antes de que nuevos destellos color naranja prometieran que siempre serían dos.

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